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viernes, 22 de octubre de 2021

Café y señores violentos a los que se les cae la mano.

 Al final de la conversación sólo se escuchaba el chirrido de la cafetera que cálidamente indicaba que el café estaba listo. La mirada ojerosa de mi madre se dirigió al objeto, y sin que me dijera nada yo sabía que debía pararme a servirles a “ellos”. El coraje invadió mi ser, mi garganta se cerró con fuerza y ejercí presión en mi estómago. No hice lo que me ordenó, me planté estática en la silla, sabía que la hice enojar también porque lo vi nuevamente en su mirada. Porque cuando tienes un lazo muy estrecho con alguien es fácil notar el significado de sus acciones, reacciones y sobretodo la mirada.

Mi padre, quien yacía sentado cual rey medieval en la punta de la mesa, ordenó que su café le fuera servido en ese mismo instante. Mi madre, abnegada, se paró para hacerlo, yo la tomé del brazo para detenerla. Entonces él azotó contra la mesa. Gritaba a los cuatro vientos sobre mis nuevas acciones, sobre la mala hija que era por no hacer lo que él quería, que era mejor que no estudiara, que fuera discreta, que fuera todo lo que yo nunca fui, y que hasta ese día entendí que era. Sabía que no estábamos solas, porque con mis amigos era un patrón que no paraba de repetirse.

Allí entendí que andaba mal.

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